De hecho, una revisión historiográfica permite contemplar la escasa o nula atención que ha recibido el conflicto y la violencia en la cultura tartesia, más allá de la simple referencia a una potencial tensión con los recién llegados o a los habituales análisis cronotipológicos y funcionales de su panoplia, salvando unas pocas excepciones. La narrativa tradicional asume sin discusión la escasez de armas, afianzando en el tiempo el consenso general de un momento histórico de convivencia y prosperidad mutua, si bien desigual, la culminación de lo que ha sido llamado alguna vez “pax tartesia”[2]. Y hay parte de verdad en el hecho de que existió un beneficio socioeconómico recíproco y un período de estabilidad generalizada, lo que condujo a que la regulación pacífica pudiera ser el modo habitual de gestión de la conflictividad. Pero, ¿sin resistencias?
Poniendo en orden las cosas
El paradigma de la inexistencia de conflictos tropieza no solo con los ingenuos clichés bosquejados, sino también con una serie de objeciones en las que se ha reparado muy poco o nada[3]. La primera consiste en la habitual asociación entre las escasas huellas arqueológicas y literarias de violencia y la ausencia de guerra, pues soslaya otras formas de conflicto que emplea armas no tan visibles como el hambre, el robo, la violación, el pago de tributos, los rehenes, la esquilmación de recursos, etc.; lo mismo que el conflicto no convencional; la glorificación de valores marciales como la sublimación del guerrero y de la guerra[4]; la coerción o la dominación mediante la dependencia económica, tecnológica y el control ideológico[5]. Este planteamiento exige cuestionar la noción simplista de que la “guerra es igual a combate”, pues el proceso bélico comprende múltiples aspectos de la experiencia humana. No podemos descartar que tartesios y fenicios padecieran otros efectos del conflicto, como el desplazamiento (a veces confundido con procesos de territorialización o colonización), el cautiverio o la escasez de alimentos. Los impactos sociales de amplio alcance suelen ser a menudo pasados por alto, y ofrecen una razón más para emplear distintas metodologías de análisis de la evidencia arqueológica[6].
Estas proposiciones discuten la idílica imagen de la colonización fenicia (y tartesia) como un proceso de paz efectiva y cooperación, o que en las centenarias relaciones de las comunidades debamos excluir episodios de competición entre élites, conflicto armado, dominio o saqueo recíproco[7]. Sobre todo en un territorio como el tartesio y su periferia, poco uniforme e integrado por distintas unidades independientes, quizás diferentes entidades étnicas, cuya respuesta al contacto y a la convivencia con los fenicios y otras poblaciones mediterráneas y peninsulares pudo tener respuestas diferentes en función del grado de desarrollo tecnológico, cultural e intereses[8].
Segunda objeción: nuestra visión del armamento tartesio es necesariamente incompleta, no solo debido a las siempre complejas circunstancias de recuperación, conservación y datación, sino a la propia naturaleza orgánica de algunas de las partes o de la totalidad del equipamiento militar. Es obvio que no todos los instrumentos bélicos fueron metálicos, por otro lado, patrimonio solo al alcance de un restringido grupo aristocrático guerrero. Asimismo, es necesario tener presente que en cuestiones de armamento ofensivo el tránsito de la metalurgia del bronce a la del hierro (a finales de VII a.C.) pudo plantear problemas técnicos que desembocaron en un cambio radical en la tradición de espadas, de las hojas largas y estrechas del Bronce Final a las hojas más cortas de los siglos VI y V a.C. Y se ha argumentado como, en parte, este proceso metalúrgico fue el responsable de que las espadas de hierro escasearan durante el periodo comprendido entre mediados del siglo VIII y finales del VI a.C.[9]
Asimismo, falta por realizar una investigación detenida del concepto de arma en este período; de hecho, conocemos bien la polivalencia funcional y ambigüedad simbólica de muchos útiles cotidianos prehistóricos como las hachas, los arcos y las flechas o los cuchillos[10].
En tercer lugar, está por explicar en los contextos arqueológicos autóctonos la presencia nada desdeñable de artefactos e iconografía relacionados con la emergencia de la figura del guerrero como factor determinante en la cohesión de las estructuras sociales del Bronce Final y el Hierro Antiguo[11]. Y, en ese marco, un tipo de contacto y convivencia inicial no hostil llama la atención porque no parece probable que las élites guerreras de finales del Bronce se evaporaran sin más. Como muestra la necrópolis de Setefilla (Sevilla), donde se halló una estela de guerrero reutilizada[12], es posible que los enterramientos más antiguos tuvieran una vinculación directa con los personajes y la ideología representados en esas losas, individuos cuyo poder y estatus estuvo sustentado en valores marciales y en la coerción militar. Tal es así que durante los últimos momentos del II milenio a.C. asistimos a un notable incremento de los depósitos de armas en el amplio paisaje del suroeste peninsular[13], mostrando unos rituales guerreros que expresan algo más que un simple ejercicio de ritualidad de rango o una expresión del valor personal de los líderes, al representar una parte esencial en la construcción del poder político de aquellas jefaturas.
La cuarta objeción reside en la pronta construcción de recintos amurallados, algunos de gran envergadura, pues materializan las necesidades de fortificación y defensa de las comunidades en contacto. Más allá de simbolizar solo la expresión de una ideología monumentalista y representativa del poder y el prestigio, es necesario valorar su carácter militar y uso poliorcético[14]. De hecho, en algún caso nos encontramos frente a sistemas de defensa complejos, específicamente desarrollados para evitar el asalto y mantener alejados de las murallas a ejércitos que conocen perfectamente la forma de aproximarse y expugnar. En el ámbito colonial, la célebre Gadir o su prolongación en el Castillo de Doña Blanca (Puerto de Santa María) son muestras conspicuas. También muy pronto se articularán sistemas defensivos en otros emplazamientos fenicios arcaicos, como en La Rebanadilla (Málaga) (finales del siglo IX a.C.), si bien se trata de protecciones de poca entidad. Por consiguiente, la erección de estas fortificaciones y sus ulteriores remodelaciones deben concebirse como la respuesta obligada a unas necesidades militares concretas, constituyéndose algunos emplazamientos en auténticos lugares centrales y de agregación para la defensa de la población del territorio[15].
Al mismo tiempo, ciertas defensas contravienen la idea de la exclusividad de la guerra heroica e, incluso, la de unas sociedades de jefaturas simples. Y aunque no hay huellas directas de conflictos armados o campos de batalla, una cosa está clara: el recelo y el peligro estuvieron presentes, incluso si abordamos esas murallas como defensas pasivas o desde la óptica de la defensa preventiva frente a posibles ataques. La presencia de puntas de flecha de doble o triple filo con arpón en contextos de finales del s. VII y del VI a.C. estaría indicando la incorporación de nuevas formas de combate, con el desarrollo de los primeros asedios a ciudades[16]. Lo testifica el hallazgo de numerosas puntas de flechas dobladas al pie de la muralla del yacimiento de Pancorvo (Montellano, Sevilla), verosímil testimonio de un ataque[17].
En quinto lugar, aunque es evidente que no hay datos fehacientes que permitan defender la idea de una colonización fenicia con métodos coercitivos o violentos, esta visión contrasta con el propio patrón de asentamiento de las primeras colonias orientales[18]. En el lado indígena, se observa una rarificación de las estelas y el hecho de que en las zonas más meridionales estas losas exhiben una mayor cantidad de objetos de prestigio en detrimento de las armas, aunque mantienen su carácter guerrero. Se advierte, además, una progresiva reducción de implementos militares en el registro arqueológico local a partir del siglo IX a.C. Un rasgo que distingue también a los emplazamientos y cementerios coloniales[19].
Sin embargo, la erección de poderosos poblados fenicios y autóctonos fortificados, como la muralla de más de 2 km de trazado con bastiones en forma de lágrima de Castillejos de Alcorrín (Manilva, Málaga), unido a la aludida iconografía marcial de las “estelas del oeste” y a la instalación estratégica de las fundaciones coloniales arcaicas, permite apreciar la capacidad militar de los autóctonos, su faccionalismo y competición política, la prudencia y deseos de seguridad que debió guiar a los primeros pobladores semitas, así como las tensiones y, quizás, la hostilidad a cierta escala y temporal entre unos y otros[20].
En los albores: paisajes de conflicto
Desde los momentos previos al comienzo de la colonización se advierte una transformación profunda del paisaje local, de ser correcta la datación de algunas murallas autóctonas. Y desde finales del siglo IX y durante el VIII a.C. instalaciones fenicias como La Rebanadilla, Toscanos (en Málaga), Cabezo Pequeño del Estaño, Castillo de Doña Blanca y Tavira (Algarve) levantan también sus sistemas defensivos[21].
A esta circunstancia, podría añadirse la posibilidad de que algunos de los depósitos múltiples de armas de finales del Bronce y tránsito al Hierro Antiguo (como el de la ría de Huelva) fueran ritos vinculados al ámbito de la guerra, asociados a la consagración del botín por medio de su destrucción. De hecho, se ha afirmado que la mayoría de las piezas de armamento descubiertas en este tipo de deposiciones no son los restos de un combate propiamente dicho, sino el resultado de sus consecuencias inmediatamente posteriores, pues reflejan el saqueo y el pillaje por parte de los vencedores[22].
¿Fueron, pues, pacíficas las relaciones iniciales entre las poblaciones? En algunos momentos y territorios parece que sí, aunque se registra un incremento general de la presencia de armas y murallas a partir del siglo VII, situación que se repite en el ámbito colonial, lo que no implica que se diera una situación de violencia y tensión constante. En cualquier caso, la imagen apacible del contacto y la posterior convivencia entre fenicios y autóctonos parece estar alejada de la realidad. Las características de los primeros recintos defensivos y la persistencia de las estelas de guerreros ofrecen pistas sobre la tirantez intergrupal y el conflicto latente, aunque quedara encauzado a través del interés y beneficio de los intercambios.
La cuestión por dilucidar es porqué los linajes locales transformaron su imagen y concepto del poder a través de unas manifestaciones y gestos funerarios que eludieron o redujeron las representaciones marciales y las propias armas a la mínima expresión. ¿Delegaron el control y el ejercicio efectivo de la violencia a grupos o sujetos señalados cuyos restos arqueológicos no hemos podido o sabido encontrar?[23].
Todo indica que la respuesta por parte de las aristocracias locales a partir del siglo IX a.C. fue un replanteamiento de las identidades más amplio. Durante el Hierro Antiguo la representación de las élites tiene poco que ver, al menos directamente, con la guerra. Se trata de difuntos honrados por su alto estatus que reestructuran simbólicamente sus relaciones con el pasado y con Oriente, aunque mantienen su vinculación con la tradición. Frente a la ideología marcial de finales del Bronce, hacia el siglo VIII a.C. en las tumbas tartesias se depositan ajuares y ofrendas funerarias que ponen el énfasis en evocar el mundo de los banquetes, de los perfumes, del lujo oriental, sin olvidar algunas señales de identidad pretéritas.
Sin embargo, si no nos dejamos deslumbrar por el fasto de las tumbas principescas, podemos aseverar que el conflicto estuvo presente. La construcción de fortificaciones, y seguramente de fronteras, indican una complejidad y una territorialidad pujante que, aunque no deba extrapolarse a la existencia de guerra estructural, supone tensiones importantes. Es muy posible que dicha arquitectura militar esté anunciando un proceso de complejidad social y política creciente, un clima de violencia inter e intracomunitaria[24] y una verosímil exacerbación de la competición entre territorios y élites.
En pleno inicio de Tarteso (VIII a.C.), algunos emplazamientos coloniales y tartesios levantan pues sus potentes defensas[25]. Y desde ese preciso momento y hasta el siglo VI a.C., numerosas puntas de flechas de bronce con arpón lateral y cubo para enmangue, aptas para la guerra aparecen por doquier en los poblados y cementerios[26]. Además, frente a la opinión común, las armas distan de haber desaparecido de los registros materiales locales[27]. Y la exaltación del guerrero sigue celebrándose a través de los grabados de las estelas y la continuidad en el uso funerario de objetos relacionados con la estética y la belleza guerrera masculina[28].
Aun así, no parece que todas las jefaturas autóctonas dispusieran de una capacidad organizativa y militar amplia, al menos en el caso de tener que movilizar nutridos contingentes de combatientes o mantener una guerra organizada. Se trataría de séquitos de guerreros aristocráticos vinculados a algunos jefes poderosos. Y el tipo de armas registrado en la iconografía y en los depósitos del Bronce Final señala el carácter social de los conflictos, probablemente dirimidos en duelos ritualizados, así como en razias[29]. Lo expuesto, no obstante, no tendría por qué obstaculizar la formación de relaciones de poder heterárquicas en determinadas circunstancias, generando coaliciones de combatientes o federaciones de cierta envergadura[30].
Guerreros de Argantonio
Hacia el siglo VII a.C., la mirada tradicional debe quedar todavía más matizada cuando aparecen tumbas que sí muestran la dimensión guerrera del difunto/a[31] y la de su linaje. No parece coincidencia que el número de armas en los enterramientos fenicios del Mediterráneo centro-occidental también aumente en esos momentos[32].
A partir de ahora es en las áreas funerarias, fundamentalmente, donde se documentan la mayoría de deposiciones de la panoplia. Como ajuar, su inventario ofrece su presencia en unas cuantas sepulturas de 31 necrópolis tartesias y de su periferia[33]. Todo hace indicar que en esos momentos se recurre también a la coerción y a la expresión funeraria de la violencia como herramienta de identidad, control social y económico[34].
Asimismo, la complejidad y aumento del número de murallas en todo el territorio meridional es ahora bastante más evidente. Las propias ciudades se conciben como espacios bélicos: el paisaje se monumentaliza desde el punto de vista de la arquitectura defensiva y aumentan las fortificaciones hasta en sietes enclaves fenicios[35], lo mismo que en el área tartesia, mientras que su periferia geográfica también se refuerza[36]. El análisis de impacto de las puntas de flecha en poblados del sureste arroja un alto índice de rotura o deformación, lo que unido a su presencia en algunos enclaves estratégicos del Hierro Antiguo estaría revelando la existencia de una geografía de asentamientos que parecen haberse vistos envueltos en episodios violentos[37]. Los aires de crisis y reordenamiento son indudables, especialmente en el siglo VI a.C., al mostrar algunas estratigrafías señales de destrucción, incendios, reducción de perímetros, traslados de población y abandono, o fortificaciones apresuradas.
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Notas
[1] Quesada y García, 2018.
[2] Celestino, 2014 y 2016: 144.
[3] Con excepciones como Farnié y Quesada, 2005.
[4] González Ruibal, 2023: 55 y ss.
[5] Arruda, 2015: 278.
[6] Por ejemplo, comprender las otras caras del conflicto significa considerar que la falta de fortificaciones no debe interpretarse como una indicación directa de interacciones pacíficas entre vecinos. Y es que preparar a una comunidad para la guerra mediante la construcción de una arquitectura militar habría involucrado múltiples factores, incluidas tácticas, mano de obra, adquisición de recursos y la previsión de una larga duración del asentamiento. Tales cargas pueden haber hecho que las murallas fueran demasiado costosas, especialmente para jefaturas incipientes y heterárquicas.
[7] Celestino y López-Ruiz, 2020: 196. El conflicto entre fenicios y autóctonos sí se constata arqueológicamente en algunos poblados del sureste peninsular; Lorrio y otros, 2016.
[8] Celestino, 2008.
[9] Imaginamos un gran demanda debido a su calidad superior y la posibilidad de que se hubieran producido robos en las tumbas.
[10] Beylier, 2012: 18 y ss. Hachas presentes en depósitos de armas del Bronce Final del suroeste. Entre ellas destacan las dos hachas planas con talón recuperadas en el estuario onubense; Ferrer y otros, 1997.
[11] González Ruibal, 2023: 51 y ss.
[12] Habría que explorar la posibilidad de que las reutilizaciones de estelas pudieran representar el recuerdo de un hecho violento con la clara intención de reforzar el liderazgo y la cohesión social, a la par que una reivindicación de la memoria y de los antepasados.
[13] Fernández Rodríguez, 2015; su estudio actualizado arroja un saldo de 74 depósitos o hallazgos de armas en el cuadrante suroccidental peninsular.
[14] Más proclives a la primera interpretación, Celestino y López Ruiz, 2020: 255-260. A la segunda, González Ruibal, 2023: 75-76.
[15] Suárez y otros, 2023: 189.
[16] Lorrio y otros, 2016.
[17] Mancebo y Ferrer, 1998: 316.
[18] Nos referimos a sus escasas dimensiones; a la instalación alejada y provisional de los núcleos indígenas (tierra de nadie), tanto en tierras deshabitadas como pocos densas (o con intereses comunes); a la condición insular o su instalación en pequeñas penínsulas para asegurar el intercambio y la defensa; a la fortificación de algunos de sus emplazamientos-avanzadillas, así como a las cortas distancias entre los asentamientos de la costa mediterránea; Aubet, 1994: 225 y ss.; Celestino y López-Ruiz, 2020: 385.
[19] Martín Ruiz, 2022.
[20] La rápida actividad comercial tuvo que sustentarse forzosamente en un aparato militar y coercitivo que protegiera el establecimiento de unas crecientes y cada vez más complejas redes políticas y comerciales por parte de los fenicios con y entre las propias jefaturas locales, de manera que se garantizaran las relaciones “diplomáticas”, el acceso a los productos, a los bienes estratégicos y de prestigio demandados a distancia, la explotación del territorio, la seguridad de los viajes, de las transacciones y de la misma convivencia física, controlando cualquier clase de violencia generalizada.
[21] Lorrio y otros, 2022. Entre los poblados autóctonos nos referimos a los restos de murallas hallados en Setefilla (Sevilla), Mesa de Gandul (Sevilla), Puerta de Sevilla (Carmona, Sevilla), Montemolín (Sevilla), Los Castrejones (Sevilla), Niebla (Huelva), Castillejos de Alcorrín (Manilva, Málaga), Monte do Trigo (Castelo Branco, Beira Baixa), el castro de Ratinhos (Moura, Baixo Alentejo), Outeiro do Circo (Beja), Corôa do Frade (Evora) o Passo Alto (Ficalho), entre otros asentamientos; en el sureste contamos con lienzos de murallas de mediados del X a.C. en el Peñón de la Reina (Alboloduy, Almería) y en Los Cabezuelos (Úbeda, Jaén); entre otra bibliografía ver Almagro y Torres, 2007; Celestino, 2016: 147.
[22] En este punto, habría que recordar algunas de las interpretaciones conferidas al conjunto de bronces onubense, como la tesis de Gómez Moreno quien, apoyándose en la homogeneidad del lote, mellas de uso y reparaciones en las espadas, apuntó la posibilidad de que los objetos procedieran de «un campo de batalla”; o la de J. M. Carriazo, quien sugirió la alternativa de que el lote estuviera destinado «a las gentes de guerra” (Carriazo, 1947:798). Ver González Ruibal, 2023: 67-68. Sugiere Gabaldón, 2004:24, nota 13, que algunos depósitos fluviales exclusivos de armas del Bronce Final, como el de Huelva, podrían explicarse por la existencia de tabúes sobre la reutilización del armamento del enemigo.
[23] Hace pocos años la arqueología nos deparó una sorpresa más. La idea del empleo de mercenarios en el territorio tartesio y colonial es una hipótesis que ha cobrado fuerza recientemente a partir del hallazgo de la llamada Tumba del Guerrero de Málaga (primera mitad del s. VI a.C.); Quesada y García, 2018; Quesada, 2023.
[24] Fernández Rodríguez, 2024.
[25] Almagro y Torres, 2007.
[26] Quesada, 2010: 43 y 46.
[27] De hecho, a finales del siglo IX a.C. se observa una reactivación de la fabricación de espadas o estoques de bronce tipo “Ronda-Sa Idda” en algunos lugares del sureste peninsular, dirigidas por los fenicios hacia el Mediterráneo central y el Atlántico; Suárez y otros, 2023: 188; Becerra, 2023: 211. Y, además, convivirán con otros modelos de espadas del Bronce Final III; Farnié y Quesada, 2005: 38 y ss.
[28] Pinzas de depilar, por ejemplo, se documentan en las necrópolis tartesias y periféricas, como Setefilla, Cerrillo Blanco, Frigiliana, Medellín, Boliche, Les Moreres, todas ellas fechadas entre los siglos VIII-VI a.C. Igualmente, se conocen ejemplares en poblado, como el del Cerro de los Infantes, el del Peñón de la Reina de Alboloduy, con fechas de los siglos IX y VIII a.C. respectivamente, y, por último, en el poblado de «El Palomar» de Oliva de Mérida, en un contexto de fines del siglo VII y primer cuarto del VI a.C.
[29] Quesada, 2023: 18; Gracia Alonso, 2003: 45.
[30] Almagro y otros, 2017; Almagro y Torres, 2007. Mantenidas durante generaciones a través de instituciones como la hospitalidad, las alianzas políticas y otros mecanismos tales como la exogamia o el intercambio de dones.
[31] Las armas no son solo cosa de hombres: la tumba nº 1 de la necrópolis de La Angorrilla (Sevilla), perteneció a una mujer cuyos restos óseos cremados y depositados en una urna del tipo Cruz del Negro, fueron acompañados por un ajuar en el que destaca un lote de puntas de flecha de bronce y de hierro, así como tensores de arco elaborados en marfil. También en una cista de Gregórios (Silves, sur de Portugal) adscrita al Hierro Antiguo, una inhumación femenina pudo haber contenido una lanza.
[32] Quesada y García, 2018.
[33] Hemos realizado un inventario y estudio a partir de la actualización de Torres, 1999.
[34] Celestino, 2014: 184-185.
[35] Escacena, 1993; Ferrer y García, 2019; Lorrio y otros, 2022.
[36] En Medellín, Puente Tablas, Torreparedones, Ategua o Cerro de las Cabezas) Farnié y Quesada, 2005: 27, nota 4.
[37] Lorrio y otros, 2016: 65-67.
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